viernes, 6 de noviembre de 2009

Viajeros ilustres en Taganana I: JULES LECLERCQ


Extracto de la obra Viaje a las Islas Afortunadas: Cartas desde las Canarias en 1879, en la cual el autor, el viajero belga Jules Leclercq, recoge las impresiones que le causó el viaje que realizó a las Canarias, particularmente a Tenerife, en ese año de 1879. Colección Escala en Tenerife. Ediciones Idea.


(…) "Hacia las ocho, llegamos a otra bifurcación del camino: la rama de la derecha lleva a San Andrés y, la de la izquierda, a Taganana. Es el momento de separarme de mi guía. El buen hombre me devuelve mi mochila, de la que saco unas provisiones, y desayunamos juntos. Dos huevos duros, salmón de Oregón en conserva, pan y una botella de cerveza nos proporcionan un excelente festín. Mientras comemos, observo a mi acompañante por el rabillo del ojo: viendo estas cosas, que valen más que su gofio cotidiano, se expande en su bondadoso rostro, adornado por un magnífico bigote rojizo, una expresión de contento ¡Y qué decir de cuando le pagué sus servicios¡ ¡Qué destello de contenida alegría¡ Nos separamos con pena, y durante mucho tiempo conservo en la memoria la imagen de los rojizos mostachos ¡Apostaría a que en ellos hay mucho de guanche¡

Con mi pequeño equipaje al hombro, proseguí mi camino, atravesando una zona de agreste belleza. Es preciso haber recorrido a solas estas cumbres, en medio de nubes y de ráfagas de viento, para conocer lo que hay de reconfortante en el sumergirse en los fortificantes efluvios de la naturaleza.

¿De dónde procede el irresistible atractivo que el hombre civilizado encuentra en la vida salvaje? ¿No es que lo devuelve a la libertad perdida? Me sonroja decirlo, pero yo nunca he añorado mi patria en los lugares a donde me ha llevado mi nostalgia de nuevos horizontes y, sin embargo, ¡cuántas veces, sentado en un rincón del hogar, me he sorprendido suspirando ante las lejanas visiones que me traían amados recuerdos de viajes¡

Con alegre paso, y disfrutando de la vida por todos mis poros, bajé por un delicioso sendero. Sobre mi cabeza, los árboles entrelazaban sus seculares ramas, y una frondosa vegetación de helechos se extendía al pie de los gigantescos troncos. Las hojas dejaban caer sobre mis hombros las gotitas que las nubes habían depositado en ellas: este rocío, del que no había disfrutado desde hacía tiempo, me recordaba nuestros climas, y me producía un placer que sólo se puede apreciar bien bajo los trópicos. En aquellas alturas, reinaba un profundo silencio, sólo interrumpido por el temblor de las húmedas hojas, agitadas por el soplo de la brisa.

El monte de la Mina, donde me encontraba en aquel momento, sobrepasaba en belleza a todos los más bellos bosques de los Alpes. Los laureles silvestres, de prodigiosa altura, desaparecen bajo una espesa vestidura de musgo, y sobre estos musgos crecen, a su vez, plantas parásitas, desconocidas en nuestros bosques del Norte. Esta rica vegetación se debe a la constante humedad reinante en esta zona de las nubes. El suelo está empapado de agua que gotea de los árboles. Yo me imaginaba en alguna selva virgen de los Andes, en lugar que en esta isla de Tenerife, que no es más que un punto casi imperceptible en el globo terráqueo.

Durante dos horas, me embriagué de misterios, de sombra y soledad, hasta que, a través de los árboles, he visto, al fin, lucir un rayo de Sol que me ha descubierto una perspectiva del Atlántico. Durante todo el descenso, sólo encontré un leñador que se mostró muy sorprendido de que yo me hubiese aventurado por estos desiertos en solitario.

Podrían ser las nueve, cuando llegué al verde valle de Taganana, que se extiende entre el mar y las montañas. Está dominado por dos inmensas rocas que parecen surgir de las entrañas de la tierra: de forma de pan de azúcar, su aspecto es imponente. A la izquierda, desciende La Cumbre, un contrafuerte rocoso, tan escarpado como una muralla. Al fondo del embudo, está el pueblo de Taganana, con sus rojos tejados, acurrucado como en un nido. Aquí, al salir de la zona templada, encuentro una temperatura tórrida y una vegetación tropical: palmeras, limoneros, pitas y nopales. Libélulas y mariposas de matizadas alas revolotean al sol.

Fui a llamar a la casa del alcalde, al que me había recomendado el de Santa Cruz. En esta tierra, como en el interior de la América española, no hay albergues, con la excepción de La Orotava, por lo que hay que solicitar la hospitalidad de los principales habitantes del lugar.

Don Santiago Negrín –tal era el nombre del alcalde- trabajaba en sus tierras, y fue a buscarlo uno de sus hijos. Mi aparición en este aislado rincón del mundo era, evidentemente, un acontecimiento, por lo que me vi rodeado de todas las viejas y de todos los niños del pueblo. Entre éstos, vi una niña rubia de sorprendente belleza. La interrogué, y me dijo, con acento que denotaba su origen galaico, que era la hija del torrero. “¿Tu padre es matador de toros?” –le pregunté, sorprendido, porque no había oído decir que en Tenerife hubiera coso taurino-. “No, señor –me contestó la avispada chiquilla y me explicó que hay torrero y torero-. Un torero es el que mata los toros en la plaza, y un torrero es el vigilante de una torre, o de un faro”. Aquella misma tarde, conocí al torrero del faro que se eleva en la Punta de Anaga.

El rústico dormitorio que me ofrecieron no tenía más pavimento que la roca del suelo. En el techo, secaban mazorcas de maíz y, en las paredes, colgaban estampas de santos. Dos viejos lechos de madera de pino y unas sillas cojas completaban el mobiliario de este interior canario. Mientras apuntaba todo esto en mi bloc de notas, los niños seguían los movimientos de mi lápiz con miradas curiosas, y unas mujeres parecían comentar entre sí: “Este extranjero es bastante raro”. Aquí llega don Santiago. El bueno del alcalde se excusa por no poder ofrecerme más que un mal potaje y una taza de café, pero insistió en que me quedara a dormir en su casa. Mi casa está a su disposición.
¡Qué buenas gentes¡ Su hospitalidad, aunque pobre, era muy sincera.

Yo quería ir el mismo día desde Taganana al faro de Anaga, siguiendo el litoral del noreste. Hay seis horas de camino entre estos dos puntos, etapa igual a la que acababa de cubrir. Me puse en marcha a mediodía.

El valle de Taganana es uno de esos lugares que se dejan con pena. Cuando se llega a la vuelta del camino, donde se pierde de vista, hay que volverse y confiar la memoria del lindo pueblecito, recostado en la montaña y dominado por un viejo drago, y el admirable recinto rocoso de dentadas crestas que parecen fortalezas, y las dos inmensas torres de Los Hombres, tan regulares que parece como si las hubiesen tallado gigantes de una raza desconocida. ¡Esto es un rincón de los Alpes italianos a orillas de un mar azul como de lapislázuli¡

Este fantástico valle me recordaría los maravillosos paisajes que he visto en el país de las Dolomitas, si no fuese por el aspecto tan distinto que le da la vegetación tropical. Taganana e Icod son, cada una en su estilo, las dos perlas de Tenerife. Icod es el lugar que seduce y fascina, el jardín de Arunda donde gustaría vivir. Taganana es el lugar que subyuga, que asombra por su belleza grande y severa. Uno y otro lugar son inolvidables.

He pasado por un sendero bordeado de higueras de Indias, y de enormes pitas en flor. Sobre mi cabeza, una gigantesca roca se lanzaba hasta alturas de vértigo: su pared, desviándose de la vertical, se inclinaba pavorosamente hacia el mar, con una altura de unos mil metros. Suspendidos en el vacío, tres o cuatro dragos han encontrado la manera de vivir en esta inaccesible muralla. En mi carné escribo las palabras sublime, tremendo, únicas que pueden describir semejante paisaje.

La vereda está tallada en cornisa en las paredes de la roca, a más de doscientos metros sobre el mar, y no hay nada tan hermoso como contemplar el Atlántico, estrellándose contra enormes rocas de basalto, al fondo del abismo. Toda esta parte del litoral está sembrada de escollos y arrecifes, entre los que se ha perdido más de un barco. Uno de estos islotes, el Roque de Anaga, no tiene menos de doscientos metros de altura. Cuando, en un recodo del camino, se le ve surgir a lo lejos en el mar, se le tomaría por una torre ciclópea, construida en medio de las olas.

A una hora de camino de Taganana, encontré unas cabañas de piedra seca, pero no había más habitantes que unos lagartos: probablemente estas cabañas sirven de refugio a los cazadores en invierno. Siguiendo mi camino llegué, enseguida, a un barranco encantador, por donde corría un arroyo bajo un follaje de ñameras. Me pareció que era el lugar idóneo para almorzar. Sentado a la sombra de una roca, destapé la botella, después de haberla refrescado en el arroyo. Mi comida no se distinguió por su abundancia ni por su refinamiento: compusieron mi menú unos higos y una rebanada de pan tierno que me dio el alcalde.

Pero la marcha por la montaña me había proporcionado el condimento que el filósofo griego recomendaba al tirano de Siracusa. ¡Qué delicioso rato pasé en aquel ignoto lugar, escuchando el murmullo del arroyo que discurría entre las ñameras¡ ¡Soñaba con los pastores de Virgilio, con el dios Pan, con el jardín de las Hespérides, con los Campos Elíseos¡ Me venían a la memoria todos los recuerdos de la clase de poética, y me sentía tan lejos de Europa, allí, totalmente solo en aquel perdido rincón de Tenerife¡ Yo no habría cambiado todos los artificiales goces de nuestra civilización por mi pan seco, ni por aquellos instantes de verdadera libertad vividos al fondo de mi barranco." (...)

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