jueves, 12 de noviembre de 2009

Viajeros Ilustres en Taganana IV: RENÉ VERNEAU


Extracto de "La isla hermosa y triste", un fragmento de la obra "Cinco años de estancia en las islas Canarias", del doctor francés René Verneau. Colección Escala en Tenerife. Ediciones Idea.

* NOTA: Su paso por Taganana se produjo en el año 1878, un año antes de Jules Leclercq, y ambos coincidieron en pasar la noche en el Faro de Anaga junto con la familia del torrero, don Bernardo. Ni Verneau ni Leclercq precisan el apellido de este hombre, pero cabe la posibilidad de que este gallego se apellidara López-Balboa. ¿En qué me baso para emitir esta hipótesis?

En 1898, el navío Flachat naufraga ante las costas de Anaga, y entre los restos que llegan a tierra se encuentra el Cristo del Naufragio; esta figura es donada a la Iglesia de Taganana por el farero de Roque Bermejo en ese entonces, de ascendencia gallega como indican los apellidos, Antonio López-Balboa Lureiro. Sabiendo que don Bernardo era gallego y que sólo 20 y 19 años antes era él el farero, y que tenía varios hijos (como indica Verneau en su obra)...¿no podría ser que uno de esos hijos fuese Antonio?


" (...) El camino que conduce de Anaga a Taganana no es mucho mejor que el de Igueste. En el recorrido se pasa por una especie de cornisa situada a unos 400 metros por encima del pie del acantilado, que se ve directamente debjo de tus pies. Se suspira con alivio cuando se ha franqueado este mal paso.

El pueblo está oculto por un enorme peñón, que hay que escalar hasta la cima para descender rápidamente. Por la noche, este peñón está habitado por una infinidad de pájaros de orilla que dejan oír un extraño gorjeo. Tan pronto imitan el llanto de un recién nacido como el ruido de una conversación animada. Entiendo que gente tan supersticiosa como los canarios pasen temblando por delante de los roques frecuentados por estos animales.

Taganana es un pueblo bonito, cuyas casas blancas, con postigos verdes, se destacan vivamente entre las montañas sombrías que lo rodean por todas partes. Ocupa una situación admirable, entre el mar que domina y, a 700 metros de altitud, el hermoso bosque de Las Mercedes, que se desplega desde el Sudeste hasta las cimas de las montañas más altas.

El agua no falta, pues corre en abundancia por el barranco que pasa por el centro del pueblo, y que hay que vadear. A sus habitantes nunca se les ha ocurrido tender un tablón de un lado a otro.

Como las azoteas son inútiles, los techos están cubiertos de tejas rojas, que dan un curioso aspecto a estas casas blancas, rojas y verdes. Los colores italianos flotan por todas partes por Taganana. La gente de Tenerife lo explica así: los habitantes del pueblo descienden de la tripulación y los viajeros de un navío italiano que habría naufragado en estos parajes hace muchos años.

Así es como explican su tipo diferente al de los otros isleños y, sobre todo, su carácter poco hospitalario. Fui recibido con gran dificultad en la casa de un compadre de don Bernardo (-el torrero del faro de Roque Bermejo-), es decir, en casa del padrino de uno de sus hijos. El buen hombre me habría cerrado la puerta en las narices si no nos hubiese acompañado un hijo del farero, que tenía la consigna de encontrarnos alojamiento.

En Taganana se encuentran las ventas, unos pequeños establecimientos donde se venden al mismo tiempo cotonadas, mercerías, combustibles, vino, aguardiente, pescado salado y verduras; en resumen, todo lo que se puede comprar en estos pueblos. Pude reanudar mis provisiones antes de continuar el viaje. (...)"

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Viajeros Ilustres en Taganana III: CARL SCHRÖTER


Extracto del capítulo VIII de la obra titulada "Una Excursión a las Islas Canarias", en la cual el doctor Carl Schröter recoge su paso por el archipiélago en la primavera de 1908. Colección Escala en Tenerife. Ediciones IDEA.


"En la Cruz de Taganana (900 m, 11ºC), abandonamos la cumbre y bajamos hacia el norte por un sendero muy sinuoso a través del maravilloso bosque de laureles hasta el pueblito de Taganana. Nos rodea una auténtica exuberancia tropical; frondas de helechos del tamaño de un hombre forman una espesura, por doquier cuelgan lianas de los árboles, la selaginela forma brillantes alfombras sobre el suelo; las hepáticas (Anthoceros) cubren las paredes arcillosas y todas las ramas de los árboles están revestidas con un denso tapiz de musgos.

Los troncos del laurel miden medio metro de diámetro, los brezos de 7 metros de altura son comunes y las enormes hojas tipo magnolia de los arbolillos Pleimeris proporcionan auténticos refugios de sombra. Es el bosque más primitivo, salvaje y hermoso que hemos visto.

El pintoresco pueblito de Taganana se encuentra disperso por las lomas y laderas de un valle que se precipita bruscamente hacia el mar, rodeado por numerosos riscos. El alcalde no se encuentra, ni tampoco hay alojamiento para trece personas. El señor Jähnel propone guiarnos hasta el faro situado en la punta noreste de la isla, pero se trata de un peligroso camino, en el que puede sorprendernos la noche. Aparece de pronto un ángel salvador, un Peón Guarda del Estado, Servicio Forestal, un guarda forestal con su respetable placa oficial y su fusil, que nos ha enviado el gobernador. Pretende guiarnos por la costa norte tan lejos como se pueda; él conoce varios lugares en el camino donde podremos alojarnos. Valoramos la paternal ayuda del gobernador y rápidamente, antes de ponerse el sol, descendemos por un estrecho sendero hacia la costa en dirección este,

Es un camino muy interesante, extremadamente pintoresco y muy variado. Pronto atraviesa las suaves arenas de la playa, sube por elevados bloques de lava, cruza abruptos barrancos, sigue por el borde del acantilados costeros casi verticales y, después de pasar por pequeños asentamientos con cultivos de ñames y piteras, nos conduce hasta unas lomadas. En el roque de paredes verticales situado justo al este de Taganana, los Hombros de Taganana, contamos desde el camino 28 ejemplares de dragos salvajes, y laderas completas están cubiertas de piteras asilvestradas.
Matas verdes de Ephedra fragilis de ramas péndulas cuelgan de los riscos y la escasa Euphorbia balsamifera forma grandes comunidades con la Kleinia. Mirando hacia atrás, la visión de los grandiosos acantilados de Anaga brillando bajo la luz del atardecer es de una belleza indescriptible.

Pero la oscuridad avanza y el sendero casi no se reconoce al atravesar un pequeño barranco; más arriba, el peón conoce a un campesino que posiblemente pueda alojarnos. Pronto llegamos a la hacienda de El Draguillo; el campesino se sorprende, y no poco, al ver que por la puerta baja y estrecha de su espaciosa morada la invasión parece no tener fin. Pero nos acoge amistosamente, prepara tres sucios camastros y ofrece el suelo de su dormitorio al resto, y al día siguiente no quiere aceptar ningún pago. ¡Esa era la vieja hospitalidad canaria¡"

sábado, 7 de noviembre de 2009

Viajeros ilustres en Taganana II: SABINO BERTHELOT


Extracto de "A través de bosques y montañas" del capítulo V de la obra PRIMERA ESTANCIA EN TENERIFE (1820-1830) de Sabino Berthelot. Colección Escala en Tenerife. Ediciones Idea.


"(…) Durante dos horas anduvimos por las cimas de estos elevados montes mientras nos dirigíamos a los acantilados de Anaga por un camino de cornisa que alternativamente nos llevaba a una o a otra vertiente. Algunas veces nos vimos obligados a salvar los andenes de la montaña en parajes donde el saliente no ofrecía más que un estrecho paso bordeado de precipicios. Desde estas cimas se abarca un dilatado horizonte. De un lado descubríamos la bahía de Santa Cruz, los grandes barrancos del Bufadero y San Andrés, los riscos descarnados y las mil asperezas de esta parte de la isla. Por la otra banda, dominábamos los pintorescos valles del Norte y nuestros ojos volvían a descansar sobre una naturaleza más jugosa.

Y así fue como, mientras admirábamos paisajes de tanta belleza por sus contrastes, nos acercamos a Taganana, pueblo situado en la vertiente septentrional, a un cuarto de legua del mar. Descendimos por un camino tortuoso trazado dentro del bosque (Las Vueltas), pues por este lado los flancos de la montaña están cubiertos de vegetación semejante a la de las Mercedes y zonas limítrofes. Llegamos al pequeño valle y bajamos al pueblo que la espesura nos había ocultado hasta entonces. El relieve es accidentado, desigual, los altozanos están coronados por chozas y casitas, y entre ellos, barrancos que separan los grupos de viviendas. El terreno es fértil y está regado por pequeñas corrientes de agua; aquí, bosquetes, huertas, cultivos; allá, riscos y vegetación silvestre. Tal era el paisaje que se extendía ante nosotros, y que ninguna descripción alcanzaría a reproducir.

Nos indican la casa del viejo Manrique, alcalde del lugar, a quien yo iba recomendado por un amigo mío de La Laguna. Nos recibe muy solícito y, al enterarse que soy francés me aprieta la mano efusivamente. Y es que el viejo Manrique había hecho la campaña durante la Guerra de la Independencia. “Yo serví en el batallón de Canarias – comienza diciendo al tiempo que se yergue, como para darse importancia-: formamos la vanguardia de la División Lacy, y Wellington nos incorporó a su ejército. Yo era cabo. He visitado muchos países, pero Francia vale por todos, se lo aseguro. Fui conducido a Francia después de haber sido hecho prisionero en la batalla de Albuera, y nos concentraron en Macon, a las orillas del Ródano. ¡Válgame Dios, qué tierra¡”.

El viejo Manrique me contempla sorprendido sin acabar de comprender que se pueda dejar la bella Francia (la que todavía despertaba sus recuerdos) para venir a aislarse entre estas montañas. Sus viajes ultramarinos le daban cierto prestigio entre sus convecinos. Administraba justicia con imparcialidad y aportaba al ejercicio de su cargo ese rigor de servicio que lo había distinguido bajo las banderas. El anciano alcalde nos instaló en su casa y nos agasajó durante los dos días que empleamos en recorrer los alrededores.

Al día siguiente de nuestra llegada a Taganana Manrique quiso servirnos de guía. En primer lugar nos llevó a la Plaza de los Álamos para que visitáramos la parroquia, de la que estaba tan orgulloso como el cura. Una especie de sacerdotisa, a la que llamaban “la sacristana”, nos introdujo en el templo, que encontramos arreglado con gusto. Los árboles de por allí habían sido puestos a contribución para decorar el interior; todo el maderamen, de buena carpintería, era de madera de mocán. “Un prisionero francés es el que ha hecho este trabajo –nos dice el alcalde-: nuestros bosques le han ofrecido los materiales”.

Al salir de la Iglesia cruzamos varios barrancos y subimos a un altozano para gozar de la vista del valle. Taganana está rodeada de agudos picachos y de montes amenazantes: podría ofrecer motivos sobrados para llenar un álbum. La vegetación que tapiza las laderas de las montañas embellece todavía más la perspectiva. Del centro del angosto valle se levantan dos monolitos de lava, monumentos gigantescos que los volcanes han levantado como testimonio de su poder (Los Roques de las Ánimas y Enmedio).

Haría falta una mano maestra para llevar al lienzo cuadro tan impresionante. ¿Qué hacen tantos artistas en París esforzándose vanamente ante cuadros pintados por encargo? Que crucen los mares, y en menos de un mes se resarcirán de sus sacrificios frente a esta grandiosa naturaleza, frente a estos señores macizos, a estas rocas comidas por el tiempo que se destacan sobre un cielo luminoso y proyectan a lo lejos sus largas sombras: que vengan a contemplar esta escarpada costa, recortada por pequeños caletones, erizada de arrefices, accidentada por acantilados en los que truena la ola y se deshace en un eco prolongado. A cada paso, a cada revuelta, un espectáculo nuevo, efectos de luz que se entrecruzan y deslumbran, parajes intocados, perspectivas cambiantes en tonalidades y formas.

Nuestra excursión se prolongó hasta el atardecer. Pero quiero hacer gracia de todos aquellos detalles que pudieran cansar al lector. Suprimo la descripción de rocas y de plantas, el regreso al alojamiento, la excelente cena del alcalde, la velada, hasta llegar a esta nota que figura en el diario de viaje: “El viejo Manrique comprende que tenemos necesidad de descanso y nos desea buenas noches”.

“¡En marcha¡ ¡En marcha¡ Aprovechemos el fresco de la mañana: el día promete ser caluroso ¡Vamos, en pie, hay que partir¡” Es mi compañero el que de tal forma me despierta. Me visto deprisa. El viejo Manrique ya está en pie, llenando de provisiones las alforjas del guía que nos ha buscado. Terminados los preparativos de la partida nos despedimos del alcalde, que recibe nuestro adiós con pesar. ¡Gran persona¡" (…)

viernes, 6 de noviembre de 2009

Viajeros ilustres en Taganana I: JULES LECLERCQ


Extracto de la obra Viaje a las Islas Afortunadas: Cartas desde las Canarias en 1879, en la cual el autor, el viajero belga Jules Leclercq, recoge las impresiones que le causó el viaje que realizó a las Canarias, particularmente a Tenerife, en ese año de 1879. Colección Escala en Tenerife. Ediciones Idea.


(…) "Hacia las ocho, llegamos a otra bifurcación del camino: la rama de la derecha lleva a San Andrés y, la de la izquierda, a Taganana. Es el momento de separarme de mi guía. El buen hombre me devuelve mi mochila, de la que saco unas provisiones, y desayunamos juntos. Dos huevos duros, salmón de Oregón en conserva, pan y una botella de cerveza nos proporcionan un excelente festín. Mientras comemos, observo a mi acompañante por el rabillo del ojo: viendo estas cosas, que valen más que su gofio cotidiano, se expande en su bondadoso rostro, adornado por un magnífico bigote rojizo, una expresión de contento ¡Y qué decir de cuando le pagué sus servicios¡ ¡Qué destello de contenida alegría¡ Nos separamos con pena, y durante mucho tiempo conservo en la memoria la imagen de los rojizos mostachos ¡Apostaría a que en ellos hay mucho de guanche¡

Con mi pequeño equipaje al hombro, proseguí mi camino, atravesando una zona de agreste belleza. Es preciso haber recorrido a solas estas cumbres, en medio de nubes y de ráfagas de viento, para conocer lo que hay de reconfortante en el sumergirse en los fortificantes efluvios de la naturaleza.

¿De dónde procede el irresistible atractivo que el hombre civilizado encuentra en la vida salvaje? ¿No es que lo devuelve a la libertad perdida? Me sonroja decirlo, pero yo nunca he añorado mi patria en los lugares a donde me ha llevado mi nostalgia de nuevos horizontes y, sin embargo, ¡cuántas veces, sentado en un rincón del hogar, me he sorprendido suspirando ante las lejanas visiones que me traían amados recuerdos de viajes¡

Con alegre paso, y disfrutando de la vida por todos mis poros, bajé por un delicioso sendero. Sobre mi cabeza, los árboles entrelazaban sus seculares ramas, y una frondosa vegetación de helechos se extendía al pie de los gigantescos troncos. Las hojas dejaban caer sobre mis hombros las gotitas que las nubes habían depositado en ellas: este rocío, del que no había disfrutado desde hacía tiempo, me recordaba nuestros climas, y me producía un placer que sólo se puede apreciar bien bajo los trópicos. En aquellas alturas, reinaba un profundo silencio, sólo interrumpido por el temblor de las húmedas hojas, agitadas por el soplo de la brisa.

El monte de la Mina, donde me encontraba en aquel momento, sobrepasaba en belleza a todos los más bellos bosques de los Alpes. Los laureles silvestres, de prodigiosa altura, desaparecen bajo una espesa vestidura de musgo, y sobre estos musgos crecen, a su vez, plantas parásitas, desconocidas en nuestros bosques del Norte. Esta rica vegetación se debe a la constante humedad reinante en esta zona de las nubes. El suelo está empapado de agua que gotea de los árboles. Yo me imaginaba en alguna selva virgen de los Andes, en lugar que en esta isla de Tenerife, que no es más que un punto casi imperceptible en el globo terráqueo.

Durante dos horas, me embriagué de misterios, de sombra y soledad, hasta que, a través de los árboles, he visto, al fin, lucir un rayo de Sol que me ha descubierto una perspectiva del Atlántico. Durante todo el descenso, sólo encontré un leñador que se mostró muy sorprendido de que yo me hubiese aventurado por estos desiertos en solitario.

Podrían ser las nueve, cuando llegué al verde valle de Taganana, que se extiende entre el mar y las montañas. Está dominado por dos inmensas rocas que parecen surgir de las entrañas de la tierra: de forma de pan de azúcar, su aspecto es imponente. A la izquierda, desciende La Cumbre, un contrafuerte rocoso, tan escarpado como una muralla. Al fondo del embudo, está el pueblo de Taganana, con sus rojos tejados, acurrucado como en un nido. Aquí, al salir de la zona templada, encuentro una temperatura tórrida y una vegetación tropical: palmeras, limoneros, pitas y nopales. Libélulas y mariposas de matizadas alas revolotean al sol.

Fui a llamar a la casa del alcalde, al que me había recomendado el de Santa Cruz. En esta tierra, como en el interior de la América española, no hay albergues, con la excepción de La Orotava, por lo que hay que solicitar la hospitalidad de los principales habitantes del lugar.

Don Santiago Negrín –tal era el nombre del alcalde- trabajaba en sus tierras, y fue a buscarlo uno de sus hijos. Mi aparición en este aislado rincón del mundo era, evidentemente, un acontecimiento, por lo que me vi rodeado de todas las viejas y de todos los niños del pueblo. Entre éstos, vi una niña rubia de sorprendente belleza. La interrogué, y me dijo, con acento que denotaba su origen galaico, que era la hija del torrero. “¿Tu padre es matador de toros?” –le pregunté, sorprendido, porque no había oído decir que en Tenerife hubiera coso taurino-. “No, señor –me contestó la avispada chiquilla y me explicó que hay torrero y torero-. Un torero es el que mata los toros en la plaza, y un torrero es el vigilante de una torre, o de un faro”. Aquella misma tarde, conocí al torrero del faro que se eleva en la Punta de Anaga.

El rústico dormitorio que me ofrecieron no tenía más pavimento que la roca del suelo. En el techo, secaban mazorcas de maíz y, en las paredes, colgaban estampas de santos. Dos viejos lechos de madera de pino y unas sillas cojas completaban el mobiliario de este interior canario. Mientras apuntaba todo esto en mi bloc de notas, los niños seguían los movimientos de mi lápiz con miradas curiosas, y unas mujeres parecían comentar entre sí: “Este extranjero es bastante raro”. Aquí llega don Santiago. El bueno del alcalde se excusa por no poder ofrecerme más que un mal potaje y una taza de café, pero insistió en que me quedara a dormir en su casa. Mi casa está a su disposición.
¡Qué buenas gentes¡ Su hospitalidad, aunque pobre, era muy sincera.

Yo quería ir el mismo día desde Taganana al faro de Anaga, siguiendo el litoral del noreste. Hay seis horas de camino entre estos dos puntos, etapa igual a la que acababa de cubrir. Me puse en marcha a mediodía.

El valle de Taganana es uno de esos lugares que se dejan con pena. Cuando se llega a la vuelta del camino, donde se pierde de vista, hay que volverse y confiar la memoria del lindo pueblecito, recostado en la montaña y dominado por un viejo drago, y el admirable recinto rocoso de dentadas crestas que parecen fortalezas, y las dos inmensas torres de Los Hombres, tan regulares que parece como si las hubiesen tallado gigantes de una raza desconocida. ¡Esto es un rincón de los Alpes italianos a orillas de un mar azul como de lapislázuli¡

Este fantástico valle me recordaría los maravillosos paisajes que he visto en el país de las Dolomitas, si no fuese por el aspecto tan distinto que le da la vegetación tropical. Taganana e Icod son, cada una en su estilo, las dos perlas de Tenerife. Icod es el lugar que seduce y fascina, el jardín de Arunda donde gustaría vivir. Taganana es el lugar que subyuga, que asombra por su belleza grande y severa. Uno y otro lugar son inolvidables.

He pasado por un sendero bordeado de higueras de Indias, y de enormes pitas en flor. Sobre mi cabeza, una gigantesca roca se lanzaba hasta alturas de vértigo: su pared, desviándose de la vertical, se inclinaba pavorosamente hacia el mar, con una altura de unos mil metros. Suspendidos en el vacío, tres o cuatro dragos han encontrado la manera de vivir en esta inaccesible muralla. En mi carné escribo las palabras sublime, tremendo, únicas que pueden describir semejante paisaje.

La vereda está tallada en cornisa en las paredes de la roca, a más de doscientos metros sobre el mar, y no hay nada tan hermoso como contemplar el Atlántico, estrellándose contra enormes rocas de basalto, al fondo del abismo. Toda esta parte del litoral está sembrada de escollos y arrecifes, entre los que se ha perdido más de un barco. Uno de estos islotes, el Roque de Anaga, no tiene menos de doscientos metros de altura. Cuando, en un recodo del camino, se le ve surgir a lo lejos en el mar, se le tomaría por una torre ciclópea, construida en medio de las olas.

A una hora de camino de Taganana, encontré unas cabañas de piedra seca, pero no había más habitantes que unos lagartos: probablemente estas cabañas sirven de refugio a los cazadores en invierno. Siguiendo mi camino llegué, enseguida, a un barranco encantador, por donde corría un arroyo bajo un follaje de ñameras. Me pareció que era el lugar idóneo para almorzar. Sentado a la sombra de una roca, destapé la botella, después de haberla refrescado en el arroyo. Mi comida no se distinguió por su abundancia ni por su refinamiento: compusieron mi menú unos higos y una rebanada de pan tierno que me dio el alcalde.

Pero la marcha por la montaña me había proporcionado el condimento que el filósofo griego recomendaba al tirano de Siracusa. ¡Qué delicioso rato pasé en aquel ignoto lugar, escuchando el murmullo del arroyo que discurría entre las ñameras¡ ¡Soñaba con los pastores de Virgilio, con el dios Pan, con el jardín de las Hespérides, con los Campos Elíseos¡ Me venían a la memoria todos los recuerdos de la clase de poética, y me sentía tan lejos de Europa, allí, totalmente solo en aquel perdido rincón de Tenerife¡ Yo no habría cambiado todos los artificiales goces de nuestra civilización por mi pan seco, ni por aquellos instantes de verdadera libertad vividos al fondo de mi barranco." (...)